Inocencia perdida
El comisario Maigret dejó su cerveza sobre el grueso disco de fieltro oscuro. ¡Todavía había bares de barrio, como aquél, en el que se podían encontrar aquellos discos de fieltro!
Maigret miró a los pocos parroquianos que había a esa hora. Después de una breve vacilación pidió un calvados.
El comisario sujetaba la pipa con ese gesto que los suyos conocían tan bien, parecido al de un buey rumiando. Aunque apagada, el humo que llenaba su despacho del Quai des Orfevres demostraba que llevaba tiempo allí. Parecía ausente, peor aún, obtuso; pero cuando sus subordinados le veían en esa actitud sabían que la marcha del caso podía cambiar de un momento a otro.
El comisario Maigret, de ser un hombre de carne y hueso, estaría, en la última de las situaciones descritas, haciendo méritos para padecer un cáncer de pulmón, o de lengua, o de cavum, o de faringe, o una ateromatosis de las arterias ilíacas, al tiempo que comprometía la salud de sus inocentes colaboradores; y eso si no se lo llevaba por delante una cirrosis hepática de origen etílico, pues, como saben los buenos lectores de Simenon, escenas como las parafraseadas al comienzo menudean en sus novelas.
También Sherlock Holmes fumaba en pipa, y sigue y seguirá haciéndolo en sus novelas mientras haya quien las lea. Y en ambos casos esos hábitos, hoy considerados, sin duda con razón, nocivos, aportaban algo muy concreto, muy real, entrañable incluso, a su personalidad. Tanto como para que un adolescente que estudiaba Medicina decidiera fumar en pipa para vivir en esos ambientes -habitaciones cargadas de humo aromático-, experimentar el cálido tacto de una madera bella y bien pulida, disfrutar de una rara vivencia del tiempo mientras preparaba y despachaba su dosis...
Algo parecido le ocurría con el alcohol. ¿Qué misterio guardaba el calvados? ¿Por qué le era más simpático ese Maigret que bebía ese brandy de manzana, o varias cervezas al día, que los policías de las películas estadounidenses-"¡No; ahora no! Estoy de servicio"- con su estirado puritanismo? ¿Cómo no intentar degustar esa bebida normanda de nombre misterioso, en una época, además, en la que no se disponía de dinero para comprarla, ni de información sobre los raros lugares en que podía encontrarse?
Por otra parte, tocante al alcohol, el adolescente había sido niño en los cincuenta del pasado siglo, y con alguna asiduidad había tomado, por prescripción médica, un vasito de quina o unas galletas mojadas en un dedo de jerez, descubriendo sabores inesperadamente deliciosos. ¡Y era el médico, precisamente, quien lo recomendaba!
Ahora los galenos han descubierto que esos bienes culturales -el adulto en que aquel niño, luego adolescente, se ha convertido, así los considera- son peligrosos para la salud. Y la salud, quién lo duda, es muy importante. No será él quien lo discuta, pues no en vano es médico también. Pero lo es de determinada manera. De hecho han pasado ya muchos años desde que trató profesionalmente a su último paciente; desde que comprendió que le interesaba más el alma que el cuerpo, sin que eso significara dejar de tenerle a este último un gran respeto. Y siente que, con ese cambio de actitud de sus antiguos colegas, el alma ha perdido algo: la inocencia de disfrutar de ciertos bienes culturales.
En este campo la medicina se ha comportado como antaño lo hiciera la sífilis: envenenando las fuentes de un placer, si no natural en este caso, al menos -¡o nada menos!- cultural. Algunos han renunciado a ese tipo de bienes porque, a sus ojos, ahora sanitariamente educados, han dejado de serlo. Otros acuden todavía a ellos aunque con cierto temor, con cierta sensación de peligro, y no pocos -los más exigentes- con el peso de una culpabilidad recién descubierta. Cada vez es más difícil entregarse inocentemente al disfrute de esos placeres, de esos bienes culturales, porque, como en el caso de la sexualidad en los tiempos de la sífilis (tómese esto último como un homenaje póstumo a García Márquez), la amenaza pesa sobre nuestro conturbado ánimo.
Parece que puede cuantificarse lo que han ganado la salud y la longevidad de nuestro cuerpo gracias al rapto de esa inocencia; lo que yo sigo sin tener claro es si eso vale el precio que ha pagado el alma. ¡Qué envidia da ver al condenado a muerte Maigret fumar su pipa, beber su calvados, o el armagnac que fabrica su cuñada, o las varias cervezas en los bares de barrios obreros y portuarios, de pueblos de la banlieue, de vetustas capitales de provincia...!
"El condenado a muerte Maigret". Pero, ¿es que nosotros...?