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¿Qué dirían hoy los Justos entre las Naciones?

Probablemente sean bastantes las personas que saben qué significa el título de “Justo entre las naciones” otorgado por el estado de Israel. Una reciente noticia habrá ayudado, sin duda, a que muchos más conozcan uno de los más importantes motivos de esa distinción: la ayuda a judíos perseguidos y amenazados de exterminio durante el régimen nazi. Y quienes saben de qué se trata seguramente se han preguntado más de una vez a lo largo de las últimas semanas qué pensarían, o qué piensan, en caso de vivir aún, muchos de los galardonados con ese título ante los sucesos de Gaza.

Uno de ellos, que se sepa, ha dado dolorosa e indignada respuesta a esta pregunta. El holandés Henk Zanoli, que ocultó durante largo tiempo a un niño judío logrando salvarle la vida. Según la noticia publicada el pasado día 17, este hombre ha devuelto a Gobierno de Israel la memoria que lo acredita como uno de estos Justos después de que el ejército de ese país matara a seis civiles, miembros de su familia de ambos sexos, uno de ellos menor de edad (12 años).

Se trata, desde luego, de una respuesta singular, condicionada, además, por unas circunstancias especialmente trágicas e igualmente personales. Pero la muerte de los familiares de Zanoli no es, por desgracia, como bien sabemos, un caso aislado, singular: civiles sin familiares Justos entre las Naciones mueren a diario. Estoy seguro de que más de uno –de uno de los que justifican la acción militar de Israel, quiero decir- habrá interpretado la reacción de Zanoli como una rabieta. Otros Justos entre las Naciones podrían, por su parte, pensar que si ha habido reacción es porque esta vez le ha tocado a él; porque los muertos tenían, para él, una identidad; porque no eran intercambiables; porque se los han quitado a él. Una tercera opción, intermedia, consiste en pensar que éste ha sido el detonante de algo que el señor Zanoli venía pensando desde que todo esto comenzó.

No pretendo saber qué habrá pensado ni qué piensa cada Justo superviviente, ni mucho menos qué pensaría alguno que ya no vive; pero, como historiador, creo tener derecho a hacer algo que en los últimos años se ha admitido por la academia como estrategia heurística: lo que algunos llaman “historia ficción”, consistente en preguntarse: “¿qué podría haber pasado si…”? Dado que creo conocer con alguna solvencia a uno de esos Justos que ya no están entre nosotros, Thomas Mann, será a él a quien convierta en sujeto de esa historia ficción, intentando, como exigen las reglas, ceñirme a lo que cuanto conocemos de su personalidad y actitudes ante asuntos semejantes permite imaginar con un cierto margen de certidumbre, lejano del mero devaneo tanto como de las creencias del historiador.

Cae dentro de lo probable que, sin haber sufrido una experiencia como la de Zanoli, el escritor hubiera, también, devuelto su medalla, indignado por una conducta que, inevitablemente, le recordaría a la de los nazis a los que, con su palabra, combatió en vida: las represalias sobre la población civil, la denominación de terroristas aplicada a quienes, desde otra óptica –no sé si mejor o peor- se podría denominar patriotas, la –esto es nuevo- calificación de “escudos humanos” –y por tanto, cómplices- enjaretada a los cooperantes no beligerantes… A medida que fue cumpliendo años Thomas Mann –como muchas otras personas- fue volviéndose menos medroso, o menos contemplativo, a la hora de tomar decisiones y de pronunciarse sobre temas éticos. No debemos pasar por alto que murió en 1955 sin haber aceptado recuperar la nacionalidad alemana, a la que había renunciado días antes de que el gobierno nacionalsocialista decidiera despojarle de ella, de forma que a su entierro en Suiza sólo acudió un secretario de embajada, y a regañadientes.

Todo esto –y más cosas que no caben en un blog- me hace pensar que Mann se encontraría muy próximo al holandés protagonista de la impactante noticia; pero, dejando a un lado el hecho de que el escritor no habría recibido un impacto emocional del calibre del asestado a Zanoli, no podemos dejar de considerar su probado carácter reflexivo y su amor a la justicia. Por eso me atrevo a suponer que habría pensado algo como esto: “Verdaderamente este gobierno de Israel y quienes lo secundan me recuerdan mucho a quienes fueron mis compatriotas, y luego dejaron de serlo, en aquellos años oscuros. No puedo estar con ellos, pero, ¿son ellos los únicos? ¿No llegué a decir yo mismo, desde mi exilio en Estados Unidos –otro país, otra nacionalidad que tuve que decidirme a abandonar- ‘donde yo estoy está Alemania’, algo que muchos tomaron como un gesto de arrogancia? ¿No hay otros israelíes dentro y fuera del Estado de Israel?”

Y –siempre dentro de este ejercicio de historia ficción, mi Thomas Mann devolvería, desde luego, la medalla, sin perder un minuto después de tomar su decisión; pero no lo haría enviándosela al actual gobierno de Israel sino, por ejemplo –amante de la música, siempre tuvo como amigos a grandes directores de orquesta-, entregándosela a Daniel Barenboim, director y cofundador, junto con Edward Saïd, de la West-Eastern Divan Orchestra, el conjunto formado por palestinos árabes e israelíes, galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, acompañando el gesto de una frase semejante a esta: “Pasaré a recogerla cuando en tu país gobierne alguien que comparta tus ideales, los del difunto Edward y los de vuestros músicos”.

Y dado que acabo de mencionar a Edward Saïd no puedo acabar este ejercicio sin dejar constancia algo de lo que me he enterado recientemente, que no es historia ficción, sino historia sin más. El dato procede de la autobiografía de Christopher Hitchens, Hitch 22. Martin Buber, una de las luminarias de la filosofía de este siglo, y en particular de la judía, ocupó sin rebozo la vivienda de la que había sido desalojada a la fuerza la familia de su colega (también era filósofo, aunque menos reconocido) Saïd; una actitud que hemos visto retratada, con justicia, en películas que ilustran la persecución de los judíos por los nazis y sus collabos; menciono el término en francés porque las dos que me vienen a la memoria tienen por protagonistas de la usurpación de las viviendas judías a ciudadanos franceses: Monsieur Batignolle y La llave de Sara. ¿Y si en ese mundo de la historia ficción llega a filmarse, un buen día, una película sobre la ocupación de las viviendas de árabes palestinos exiliados?

#literaturaycompromisopolítico

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