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Ruinas en la selva (I)

Mis vacaciones de los dos últimos veranos me han permitido contemplar, entre otras cosas no menos dignas de reflexión, dos ciudades muy diferentes devoradas por la selva. Una de ellas está dejando de serlo para recuperar, al menos parcialmente, el aspecto que pudo tener cuando estaba viva. Parcialmente, digo, del mismo modo que digo “estaba”, porque, por más esfuerzos que hagan los seres humanos por devolverle su esplendor, ya nunca pasearán por sus calles ni frecuentarán sus edificios los seres humanos que la construyeron y la habitaron.

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La otra está muerta y no dejará, ni debe dejar, de estarlo. La más antigua fue dedicada a los dioses, aunque eso no me mueve a caer en idealismo alguno; sin duda costó mucha sangre e injusticias hacerla tan magnífica. Pero la más moderna se erigió en nombre de la muerte, y por eso es justo que la muerte reine en ella, y para siempre.

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Sobre las terrazas de la primera sonríe un dios antropomorfo de aspecto benévolo, por más que sea a la vez señor de la vida y de la muerte.

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Los reyes que construyeron aquella remota ciudad quisieron acercarse a los dioses y apoyarse en ellos para eternizar su imperio. Por el contrario, el tirano que hizo construir ésta más próxima soñó con un imperio milenario patrimonio exclusivo de una raza, de la que se consideraba representante más conspicuo; dios, poco más o menos.

La primera de esas ciudades se llamó, y se llama, Angkor. Occidente no supo nada de ella hasta 1860, cuando fue descubierta –sólo parcialmente, sabemos hoy- por un francés, Henri Mouhot, guiándose por relatos de misioneros de siglos precedentes. Convertida hoy en destino turístico, aún es posible imaginar la ciudad invadida por la vegetación selvática que descubrieron sus primeros visitantes occidentales.

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Sobre ella, como ya he dicho, velaban los dioses del hinduismo, y a lo largo de centenares de metros de las paredes de sus templos se representó el Ramayana, el gran poema épico-sagrado de aquella cultura, para que los iletrados pudieran conocer la genealogía mítica del pueblo que acuñó su cultura.

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Entre las negras e inhumanas moles de la segunda reina el lobo. Pero no la fiera que camina sobre cuatro patas, sino la sombra de un ser humano que quiso equipararse a él. Mientras que Angkor significa "ciudad", el nombre que quien ordenó construirla dio a la más reciente, asentada en nuestra orgullosa Europa, fue Wolfsschanze, "Guarida del lobo". Pero los lobos son inocentes; no así los seres humanos. Adolf Hitler no era un lobo. ¡Que le perdonen los lobos por insultarlos de ese modo! Más acertadamente lo definió Michel Tournier en su extraordinaria novela El Rey de los Alisos; Hitler era "el ogro de Rastenburg".

Rastenburg era el nombre alemán de la ciudad, hoy polaca, cercana al lugar donde hizo construir su cuartel general para dirigir la invasión de la Unión Soviética. Cuando sus víctimas, o mejor, los compatriotas de aquellas, avanzaban hacia Alemania, el ogro, el devorador de carne humana, hizo dinamitar los búnkeres; pero aquellas construcciones ciclópeas -¡no hay que olvidar ni el carácter ni los hechos del cíclope más famoso: Polifemo!- no se dejaron desarraigar de la tierra.

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Los ingentes pedazos de hormigón ya casi forman parte del paisaje; la selva se ha apoderado de ellos, como se apoderó de la ciudad de los dioses y de los seres humanos. Incluso podrían parecer rocas; pero, ¡atención! ¿No observáis los hierros retorcidos que salen de sus entrañas de cemento? Casi naturaleza; pero falsa: son auténticas moradas de ogros.

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Naturaleza muerta.

¡No! Naturaleza viva que hace justicia con lo que nació en la muerte y para la muerte.

#paisajesdelalma

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