Nostalgia del monacato
Nostos: regreso; algos: dolor.
Dolor por el deseo de regresar, y por la imposibilidad de hacerlo. ¿Por qué esta nostalgia? ¿Para volver a hablar con Dios?
¡No! Que Jung me perdone; de las iglesias, ¿para qué hablar? Pienso más bien, como Quevedo en "hablar con los ojos con los muertos"; por cierto, creo que esto sí le gustaría a Jung, aunque no es mi intención complacer a nadie. A mí mismo, sin duda, y poco más. De ahí mi nostalgia: del deseo de otorgarme un placer que valoro más cada día.
Una vida de monje, pero no de cualquier tipo. Aún no soy tan libre como para encontrarle un sentido absoluto a arañar la tierra con la azada. Llevo una fiera dentro -ogro, tenia o alien, qué se yo- que no se sacia nunca de su único alimento. Y el monje en el que pienso no haría otra cosa que darle de comer.
Durante los últimos años -¿podrían ser también mis últimos años? Uno maneja su tiempo como si contara con un crédito amplio, y no hay nada más dudoso que eso- me he vuelto hacia el viejo mundo griego, y me apasiona. Pero resulta que, a estas alturas, mi ogro, o alien, o tenia, tiene el paladar demasiado refinado, no encuentra gusto en manjares a medio condimentar, o bien ya no puede digerir más que determinados alimentos. Creo que es Frazer en The Golden Bough quien cuenta que, en una etapa tardía del período imperial en Egipto, los faraones no podían comer otra carne que la de ganso blanco. Tal vez ya no soy más que un faraón decadente presto a subirse a la barca del sol en su camino hacia el inframundo -¡pero, qué aventura sería esa!-.
El caso es que he comenzado a leer un libro apasionante sobre Empédocles. Hace ya tiempo que, aunque partiendo de un conocimiento bastante endeble, digo a mis alumnos que es una injusticia denominar a éste a y a sus compañeros de aventura intelectual "presocráticos", como si Sócrates hubiera hecho algo definitivo, por así decir, y de mayor valor que lo que ellos pensaron y escribieron. Este libro, escrito por Peter Kingsley, me ha confirmado en mi valoración, pero también me está envenenando, está despertado a la bestia interior.
Hasta hace poco mi gran pasión ha sido el romanticismo alemán en todas sus vertientes: filosófica, literaria, médica, pictórica, musical... He dedicado no menos de treinta años a intentar "llegar al fondo" de esta pasión, alcanzar una compenetración que me permitiera decir: "¡sí, así fue, así es, con sus grandezas y sus miserias!" Esto no significa leerlo todo, ver toda la pintura, escuchar toda la música; pero sí leer mucho, oír mucho, esforzarse por salir de uno mismo y del propio mundo. Ignoro si lo he conseguido; supongo que no, pero sé adónde he llegado. Creo, honradamente, que puedo hablar con aquellos muertos, y hacerlo tanto con los ojos abiertos como con ellos cerrados. En determinado momento tuve la sensación de que estaba en casa.
¿Y ahora? Mi bestia interior no puede consolarse con un mero acopio de noticias sobre aquel tiempo y aquellos hombres -las mujeres... ¿dónde, por ejemplo, están las mujeres?-. Y su mundo... ¡es tan remoto! ¿Qué músicas tendría que oír, qué sacrificios presenciar, qué comidas sencillas ingerir, qué vino rebajado con agua beber, cómo sentir, de verdad, en algún momento, que a mi lado camina un dios, una diosa, cómo aceptar que tendría que ir a una guerra y matar o morir, pues he aprendido que las treguas se firmaban para un máximo de treinta años, de manera que ninguna generación se quedara sin esa prueba de hombría y civilidad que era aquella guerra...?
Solamente uno de esos monjes, quizá sólo soñados, quizá nunca reales, dedicados a ese "juego de abalorios" con el que empecé este blog, podría aspirar, disponiendo aún de muchos años -¿otros treinta?- a sentirse "en casa" en ese mundo cautivador, pero ¡tan lejano! ¡Tan ajeno!
Huir del mundo... Pero, ¿es eso lo que deseo? ¿No tendría enonces otra nostalgia? Fuera de mi círculo íntimo, ¿qué es "el mundo"? El mundo son mis alumnos, y el mar de excrementos que nos rodea a todos, y los millones de seres humanos como ellos y como yo sometidos a una existencia injusta y cruel, de manera que mañana, a las 9.40, volveré a entrar en el aula 3 de la facultad de medicina y no perderé ocasión de mostrarles el mundo en el que vivimos, del que nadie parece querer hablarles, y haré vivir y valer la historia, y reclamaré conciencia y guerra -¿será ésta la que me tocaba?- quemando mis naves frente al aparato que me paga para desarrollar asépticamente un programa de una asignatura semidecorativa.
Quién sabe; a lo mejor un hábito de monje estorba para subir al cráter del Etna.