Alimentos de España
Sócrates decía tener un daimon que a menudo le impedía realizar determinadas acciones o expresar ciertos pensamientos. Yo debo de tener un demonio que hace que lo casual -¿lo aparentemente casual?- se me presente a menudo bajo un aspecto inquietante, a menudo monstruoso. De repente veo al dragón en el cielo, como el alcohólico Natalicio Barragán del Abaddón de Sábato, y cuando miro a mi alrededor buscando el terror en la expresión de los que me rodean no descubro sino rostros serenos, imperturbables, tal vez incluso aburridos. No ven al monstruo que ha producido la casualidad -¿la casualidad o el demonio?- y si aciertan a ver algo apenas les inquieta. No se ponen a hacer algo tan inútil, tan nimio, quizá tan hipócrita, pues tal vez tan sólo busque un lavado de conciencia, como escribir una entrada en un blog sólo visible para los amigos a los que poco menos que se fuerza a leerlo.
Hoy se ha producido una de esas coincidencias diabólicas. A eso de las cinco de la tarde he concluido -ha sido un parto laborioso, doloroso, acompañado de un repugnante sabor de boca y de alma- la lectura de El hambre, de Martín Caparrós. Con ella he recordado cosas que sabía, ampliado el conocimiento incompleto de otras y aprendido algunas aún más desoladoras; por ejemplo, que hoy por hoy se producen alimentos para dar de comer a toda la población mundial y sin embargo una persona muere de hambre (creo recordar) cada cuatro minutos -¿o la cifra se refiere sólo a los niños?-. Que los alimentos son objeto privilegiado de la especulación bursátil. Que sus precios fluctúan dependiendo del resultado del algoritmo gestionado por un sistema informático. Que gigantescas cosechas pueden ser desviadas del mercado de alimentos al de biocombustibles porque en ese momento resulta más rentable. Que la agricultura subsidiada y altamente tecnificada de los países desarrollados es peor que una plaga de langosta para los monocultivos arcaicos de los eufemísticamente llamados "en desarrollo", término que Caparrós sustituye por "el Otro Mundo"...
Algunos minutos más tarde he echado un vistazo a un periódico que en determinados temas, que no en todos, aún me ofrece alguna confianza, y me he topado con la noticia que el demonio había preparado para mí, tal vez sólo para mí, pues no creo que muchos hayan terminado el citado libro esta tarde: "Nadal ganará 1,4 millones en dos años por promocionar alimentos españoles". A continuación se informa de que la campaña del Ministerio de Agricultura tiene un presupuesto de 2,3 millones de euros.
No caeré en la simpleza de atacar al tenista; seguramente no ha pensado en lo que yo estoy pensando, y me imagino que no ha leído el libro. Pero no puedo dejar de ver en el cielo al dragón cuando pienso que en un mundo con millones de hambrientos por falta de mijo, sorgo, soja, arroz..., un país en crisis -¿comparado con quien? Y aun sin comparar: no deja de ser una crisis- como el nuestro va a gastar -a "invertir"- 2,3 millones de euros en promocionar (cito) "los sectores del aceite de oliva, de la aceituna de mesa, de los productores (¿no será, más bien, de los productos?) del cerdo ibérico y del vino".
"Invertir", he escrito, y se me viene a la memoria el concepto de "inversión maligna" que, en un sentido diferente, acuña Michel Tournier en su Rey de los Alisos. Pero, ¿no será esta asociación otra operación de mi demonio familiar?