Una profecía literaria
"Todo aquello de lo que es capaz el cerebro humano ha sido asombrosamente plasmado. Sólo el hambre sigue sin resolverse, incluso aumenta (...) A la riqueza que se acumula responde la pobreza con mayores tasas de crecimiento. El Norte y el Oeste opulentos, ansiosos de seguridad, pueden seguir queriendo protegerse y afirmarse como fortaleza contra el Sur pobre; las corrientes de refugiados los alcanzarán, sin embargo, y ninguna reja podrá contener la afluencia de hambrientos".
Estas palabras se pronunciaron hace poco más de dieciséis años en el selecto marco de la Academia Sueca, concretamente el siete de diciembre de mil novecientos noventa y nueve. Una fecha simbólica, sin duda, en cuanto anuncia el cambio de milenio. Vaya por delante que coincido con Thomas Mann cuando afirma en La montaña mágica que sólo los seres humanos celebran con sones de campana y salvas de artillería el advenimiento de un nuevo año, siglo o milenio, cosa que a la naturaleza le trae sin cuidado. Pero dado que los seres humanos somos sensibles a estas efemérides y al significado simbólico que queremos concederles -pues, ¿no nos hemos dado a nosotros mismos, a través de la más supranacional de nuestras instituciones, unos Objetivos de desarrollo del milenio entre los que se encuentra "la reducción de la pobreza extrema"?- me permito incurrir en este "milenarismo" tan escasamente místico, tan aparentemente realista, aunque tan irremediablemente fantasioso como los precedentes.
A la vista de los hechos, incluso solamente a la vista de los informativos, que nos dan una versión tal vez necesariamente recortada de esos mismos hechos, esa aciaga profecía se nos presenta como algo más realista que los bienintencionados Objetivos. Quien respondiera con una sonrisa desdeñosa al agorero Günter Grass, pues de él se trata, se habrá visto desagradablemente sorprendido por lo acaecido en los últimos dos o tres años. Una vez más el artista, y más concretamente el escritor, ha sabido ver lo que otros se negaban a reconocer sin limitarse en muchos casos a un gesto de displicencia, sino llegando a arremeter, en un descarado ejercicio de escándalo farisaico, contra el emisor del mensaje. En este punto tengo que echar mano, una vez más, de unos versos del rabí Don Sem Tob que a menudo han probado su utilidad: "No vale el azor menos porque en vil nido siga/ ni los refranes buenos porque judío los diga".
No de judío, sino de nazi se motejó al escritor por haberse alistado, con dieciséis años y un contexto en el que ya hubiéramos querido ver a muchos, en las Waffen SS. Esa particular caza de brujas opera con una retórica bien conocida: "¡Cómo se atreve a dar lecciones quien...!" Pues bien: ahí está la respuesta de nuestro judío de Carrión.
En efecto, el mensaje es el mensaje sea quien fuere el emisor. La profecía está cumpliéndose ante nuestros ojos y la protesta sigue en pie: "me resulta claro qué poco pudieron contribuir todos los méritos hasta ahora premiados [con el Nobel] a eliminar del mundo el hambre, ese azote de la humanidad. Es verdad que se ha conseguido dar unos riñones nuevos a cualquiera que pueda pagarlos. Se puede trasplantar corazones. telefoneamos de forma inalámbrica por el mundo. Los satélites y las estaciones espaciales giran solícitamente a nuestro alrededor. Se han inventado y fabricado sistemas de armas, como consecuencia de investigaciones premiadas...".
Creo entender -y si me equivoco, éste es al menos mi punto de vista- que no se trata de renunciar, milenarísticamente -sit venia verbo-, a la mayoría de esas ventajas, sino de establecer prioridades. Pero lo que ahora me interesa es señalar, una vez más, lo que considero responsabilidad de alguien tan "inútil" como el artista, especialmente si es un artista de la palabra, un escritor; una tarea que es fácil de realizar sin salir de ese mismo discurso de recepción del Nobel. En un ejercicio de ironía afirma Grass: "su peor delito [el de los escritores] sigue siendo que, en sus libros, no quieren hacer causa común con el vencedor de turno en el acontecer histórico, sino que se mueven con deleite por donde los perdedores que en esos procesos históricos se mantienen al margen y tienen mucho que contar aunque no sean escuchados. Quien les da la palabra pone la victoria en entredicho".
Así pues, la profecía enunciada por Günter Grass no es tal; sólo lo parece porque cuando los escritores de verdad, los artistas de verdad, ponen su palabra al servicio de los condenados al silencio, a su alrededor se instaura el reino de la sordera sin remisión. Pero antes o después estalla el grito de los silenciados.
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