QUIJOTESCA (III)
¡Qué temprano, mucho antes de comenzar con su relato, sale Don Miguel al paso de cuanto acaba de escribir este Montiel de sus pecados! ¡Apenas acaba, el fatuo, de evocar las circunstancias en que Cicerón escribió su tratado de filosofía estoica –las que cabe imaginar en su villa de descanso en Tusculum- cuando el padre de Don Quijote –padre se titula a sí mismo en su libro-, reconociendo que “el sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y contento”, circunstancias todas ellas que me hacen sospechar que él mismo recordaba en este trance a Marco Tulio, o al Virgilio de las Bucólicas, inspirándose sub tegmine fagi – bajo el techo de una haya- nos revela que ese “hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno (…) se engendró en una cárcel” Un lugar de ocio forzoso, si así puede decirse, y en teoría más acogedor para las erinias que para las musas.
Aunque, lo que acabo de decir, ¿es verdad? O más exactamente: ¿es toda la verdad? ¿Me traiciona la memoria o es verdad que Antonio Machado escribió algo, un poema seguramente, acerca de su descubrimiento infantil de la poesía durante los ratos que pasó encerrado en el cuarto de las escobas? A lo mejor las hijas de Mnemosyne no son tan quisquillosas a la hora de rendir visita a sus enamorados.
Sea ello como fuere, el engendro quijotesco se anuncia al mundo de una manera que merece mi aplauso: hablando al lector de tú a tú para recordarle algo que en este tiempo nuestro de la crítica literaria, y del marketing que a menudo la invade, parece necesario refrescar de tanto en tanto: “tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado”. No sé cómo serían las cosas en tiempos de Cervantes, pero me consta que ahora muchísima gente elige sus lecturas y a menudo las aplaude “por prescripción facultativa”. ¡Incluso yo mismo he hecho lo primero! Es verdad que para llevarme más de una desagradable sorpresa y ahorrarme el aplauso borreguil. Tuvo que aparecer, en 1992, Comme un roman, de Daniel Pennac, para que me liberara definitivamente del complejo que me acosaba por haber sido materialmente incapaz de pasar de la página setenta de Guerra y paz después de “haber podido” –haber disfrutado, sería más exacto- con algunos “ladrillos” (en opinión de personas que por esa razón me consideraban un lector excepcional).
Así que, ¡gracias, Cervantes! Conmigo al menos no empiezas mal. Con mi alma y mi libre albedrío a salvo continúo viaje por este campo que, por conocido, estoy obligado a descubrir. Y el siguiente recodo del camino en que me encuentro con mi vida es aquél en que irrumpe en la habitación en la que intentas escribir un prólogo “un amigo gracioso y bien entendido”. Pero, ¡chitón! Que esto merece otro rato desocupado.