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QUIJOTESCA (IV)

Inquietaban, desocupado lector -¿me eximes del estilo políticamente correcto? Sabes bien cómo pienso y me comporto- al bueno de Cervantes, más allá de las legítimas dudas sobre la calidad de su invención, las convenciones propias de la literatura de su época. ¿Cómo echar al mundo un libro “sin acotaciones en las márgenes y anotaciones en el fin”, estando casi todos los que circulaban en su tiempo “tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes”? “Ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A.B.C., comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro”.

Pues en esto nos parecemos Don Miguel y yo; o sea, de momento solo nos parecemos en lo malo, ya que como tal lo veía el creador de Don Quijote y lo ven hoy quienes imparten doctrina. Conste que no estoy hablando de otra literatura que la que llevo treinta y ocho años practicando: la académica; pues en este punto podría parafrasear a Cervantes en aquello de “yo que tanto trabajo y me desvelo/ por parecer que tengo de escritor/ la gracia que no quiso darme el Cielo”. Vayamos por partes.

Hace un momento he reivindicado mi derecho a escribir “a la antigua” –para algunos, “a la retrógrada”- al poner en negro sobre blanco “desocupado lector”, sin echar mano de la arroba, de la “x” o de artificios que ocupan más espacio y que, sobre todo, me arrancan con dolor y sin razón –a mi juicio- de la lengua en la que me formé y que adoro. Júzgueme quien me conozca por mis obras y quien no que me conceda, si le parece oportuno, su confianza. Pues, ¿no acabo de comulgar con la frase sobre el libre albedrío de nuestro autor?

También he usado, y quizá abusado, de las referencias clásicas, aparentemente en contra de lo que acabamos de leer. Recalco lo de aparentemente, pues de inmediato declaro que lo he hecho por el placer que me produce viajar por el pasado como un peregrino respetuoso, más aún, cargado de admiración. He llegado a la convicción de que no hay más que dos mundos: el presente y el pasado; y quiero que los dos sean mi patria. El futuro se lo dejo a los “futuristas”, y bastante a regañadientes, después de ver lo que han hecho con él los fantaseadores de otras épocas.

(En síntesis, lo que estoy diciendo es que escribo como me da la gana, confiado por igual en el abrazo del lector y en su patada en mis asentaderas; también yo tengo libre albedrío).

Ahora bien: después de este excurso vuelvo al meditabundo y bloqueado prologuista y a la semejanza entre su situación y la mía a lo largo de mi vida académica. Comencemos por una de mis primeras experiencias; una experiencia de novato. Leo un artículo y al finalizar me quedo estupefacto al descubrir una bibliografía de cinco páginas en varios idiomas. “¡Voto a bríos! ¿Todo esto ha leído el autor para escribir su artículo?”. Alguien me explica, cuando me atrevo a preguntarlo, que seguramente no ha sido así; que, en el mejor de los casos, se trata de una cortesía hacia otros investigadores dándoles a conocer todo lo que pueden leer sobre el asunto. Aunque sigo algo perplejo: ¿realmente SOBRE EL ASUNTO?

Como además leí hace tiempo algunas cosas de Jardiel Poncela se me viene a las mientes una de sus chuscas definiciones de diccionario: “prólogo: paraguas”; aunque en este caso no se trate exactamente del prólogo. No dudo que el lector discreto sabrá encontrar parentescos entre lo que acabo de referir y algo de lo “temido” por Cervantes.

Porque, aplicando el principio biológico de analogía, el prólogo literario concebido a la manera cervantina –mejor sería decir, en este caso, quijotesca- se correspondería con eso que me han demandado sin éxito tantas veces los evaluadores de mis artículos: el “marco teórico”; eso que, en lenguaje propio de la copla –o en el del fútbol, o en el de la política…-, podría enunciarse como “¿y tú de quién eres?”. Sin éxito digo, a menudo también para mí, porque al no saber, o no resolverme a responder, algunas veces me han rechazado el antojadizo hijo de mi melancolía. Verdad es que otras alguien me ha ayudado, como el amigo de Don Miguel: “¡Hombre! Esto es poscolonial”; o en perspectiva de género, o corresponde a la “perspectiva queer”, o bien, las más de las veces, con expresión compasiva: “pon que le has dado una orientación histórico-cultural clásica”.

“Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tiene, que en el vuestro faltan”, parece que dijo el discreto amigo al escritor. Volvamos al tema, digo yo en esta ocasión, aunque ciñéndonos a sus palabras: “cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes (sic) o no los seguistes, no yéndole nada en ello”. Evaluador de artículos científicos habrá capaz de desmentir a quien esto último afirmaba, pero para el caso de un lector común seguramente llevaba razón.

“Con silencio grande –escribe Cervantes y suscribo yo- estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas”. ¿Hubo tal amigo o se trató de lo que podría llamar el demón socrático, en este caso cervantino? ¿Fue el silencio tan grande como para que no hubiera interlocutor sino en el pensamiento del propio Cervantes? Estoy por afirmarlo, pues creo que también yo escuché antaño a aquel amigo y seguí a mi manera su consejo.


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